Me pregunto dónde estaba yo, cuando paseabas a Conga por el parquecillo de minas. Probablemente nos hayamos cruzado más de una, y de dos, y de tres veces... y nos ignoramos tanto: ¡Vaya cuajo, como si nada!... y las veces que pasé por delante de la peatonal y tropecé con el portero de tu portal, ese ese, el de la bata azul chillón. O las veces que me salpicó los zapatos con el agua de fregar las escaleras. Ignoraba que cuando yo pasaba con la legaña pegada y con ganas de dormir, tú probablemente te desperezabas esperando que alguien subiera a darte los buenos días como dios manda.
Luego está lo de Vicente, el que me pone el café y la tostada por la mañana, que con toda su jeta, a medio día le pone las gambas a la gabardina a tu madre y al resto de la tropa. Me apetece escribirle en una servilleta: "Olé, Señora, olé" y colarla entre los Sucesos de la Nueva España. Vicente tiene el corazón dividido, pero es un tio listo y me pone el café con leche templada, aunque siempre le digo, "cuando puedas Vicente, que no tengo prisa".
Y todos los caminos, al final, nos dan vueltas, nos la juegan a cada paso, en cada cruce, en cada vuelta de esquina y de tuercas. Nos llevan todos al mismo sitio, al comienzo, al punto de partida, al origen, a la composición axiomática de la vida, a esa escuela mía. Y es que fue lo único que me atreví a balbucear el día que nos enganchamos y te fui a esperar a tu portal, un viernes a las tantas de la mañana.
Y como yo no se escribir una despedida con clase, me pongo una de aclaraciones:
- Algunas referencias al mar porque mi abuelo era pescador y yo iba a la "cazea" o a pesar con potera desde los 11 que ya me dejaban.
- Capitana de los vientos porque... "Noviembre se va..."
- "Y sobre el viento la vela" porque "Marinero en tierra" fue el primer poema (y el último) que recité en la escuela y el que despertó mi gusto por el Señor Alberti.